Asado y caballos






















 
“Pero si queda en Beauchef”, le decía convencida y equivocadamente a mi pololo hasta que me explicó que el Club Hípico no es lo mismo que el Hipódromo Chile, pues este último queda en Renca. Tampoco entendía dónde se haría el asado de cumpleaños al que nos invitaron, así que ante una novedad pesqué mi cámara y nos subimos al auto. Después de equivocarnos dos veces en la entrada, la tercera era la vencida. “Chuta, hay que pagar”, me dijo buscando plata. Nuestra entrada valía cien él, cien yo y otros cien pesos por el auto. Pagamos y seguimos el camino de tierra. Pasamos sobre la pista de carrera y lo entendimos todo: En el medio de la pista un día primaveral nos esperaba con quinchos, olor a fiestas patrias en octubre, niños jugando por todas partes y los no tan niños empinándose las botellas de cervezas. Cada familia agrupada bajo una malla de kiwi verde y disfrutando de la tarde sabatina. Encontramos nuestro cumpleaños y pese a no ser la temporada, nos esperaba un rico ponche de chirimoya. Estar ahí era como vivir en una fonda permanente, donde se vendía borgoña, terremotos y volantines.
“Va a empezar la carrera”, nos advirtieron, así que corrimos a la meta y nos sentamos en unas graderías como el resto de los interesados en ella. Nuestro puesto era el más popular, “el sector  gratis”, mientras que frente a nosotros otro público miraba la carrera desde unas lindas tribunas con butacas y zafando el calor con un techo donde de lejos se divisaba un pituco restaurant.   

Nunca he sido fanática de las apuestas y menos de las carreras, porque a mis padres no les gusta y principalmente porque no sé hacerlo. Sólo me divertí de ver a los caballos llegar, pero ¿quién ganó? Sepa moya, creo haberme fijado mucho más en lo levantado que tenían los jinetes sus pompas. Sin embargo, fue una buena tarde.       





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